Aprovechamos nuestro reciente viaje por Malta y Sicilia siguiendo los pasos del apóstol San Pablo, para hablar sobre sus rutas de evangelización por estos destinos tan importantes para cualquier cristiano

Pablo, misionero de los gentiles. El libro de los Hechos de los Apóstoles dedica numerosos capítulos a narrar la evangelización de Pablo. Lo hace siguiendo el esquema de tres viajes misioneros, en los que alcanza el mundo griego, con su capital en Atenas, y llega a ciudades como Corinto o Éfeso. Sin embargo Pablo en estos viajes no llega a Roma. Los Hechos de los Apóstoles nos dicen que el «apóstol de los gentiles» partía de Antioquía (en Siria), donde tenía su comunidad, y después de dedicar todas sus fuerzas, y exprimir al máximo sus recursos, regresaba a casa pasando previamente por Jerusalén, para dar cuenta de su ministerio a los apóstoles (Hch 21,19). El libro de los Hechos se detiene a contar de forma pormenorizada y con toda suerte de detalles la detención, juicio y extradición de Pablo a Roma (Hch 21,15-28,16). 

Los últimos años de Pablo. En el último de estos periplos misioneros Pablo, cuando pasa por Jerusalén, va al Templo. Allí unos adversarios que le reconocen, le denuncian ante la guardia con el pretexto de que «había introducido a un gentil en el área reservada a los judíos» (Hch 21,27-28); en fin, límites que no se pueden traspasar para velar por la «santidad» de Dios! . Pablo es detenido, sale como puede de un motín que se levanta contra él (Hch 21,30-36), y puesto en manos del gobernato judío, recordemos que los romanos seguían siendo los «patrones» de aquella zona del Imperio.
Pablo evita que le azoten los romanos cuando dice al tribuno que es «ciudadano romano» (Hch 22,25-29). Lo conducen al Sanedrín, pero Pablo sabe que las cosas no pintan bien para él pues hacía tiempo que le buscaban; la acusación contra él es grave, pues recordaban que Saulo había sido uno de los «principales» de los suyos que se había «pasado» al cristianismo, siendo ahora su máximo difusor. Le podrían acusar de «traición», de «herejía», de «apóstata», de «peligroso para la fe judía»… su condena era casi segura: la muerte.
Pablo tenía que ganar tiempo; sabía que el Sanedrín (órgano puramente deliberativo, pero no ejecutivo), estaba formado por dos facciones judías: los fariseos defendían la resurrección de los muertos, mientras que los saduceos la negaban. Pablo, en un toque de genialidad, les enfrentó, consiguiendo que se aplazara su juicio.
Hechos nos dice cómo esa noche el apóstol tuvo una revelación: «tienes que dar testimonio de mí en Roma igual que lo has dado en Jerusalén» (Hch 22,11). Cuarenta judíos se confabulan para matar a Pablo, pero avisado el tribuno, decide llevarlo ante el procurador de Cesarea. (Hch 22,12-30).
Allí está dos años detenido; cambian de procurador romano. El nuevo, Porcio Festo, lo mantiene en el cárcel; los judíos pretenden de nuevo matarlo en una emboscada en el viaje de Cesarea a Jerusalén. Pablo, que no se fía, consigue evitar esta nueva comparecencia ante el Sanedrín y «apela al César» (Hch 25,12).
Pablo es «ciudadano romano» porque ha nacido en Tarso, que tiene el título honorífico de «Ciudad romana» y que es extensible a todos sus ciudadanos libres. Pablo, aunque sea de religión judía, posee este título y lo exhibe en el momento que lo precisa. Un ciudadano romano tiene el privilegio de que el César lo escuche, y así hace Pablo.
Su juicio, una vez más, no se anula, pero se pospone. Pablo emprende como prisionero, viaje por mar desde Cesarea hasta Roma.

Naufragio junto a la isla de Malta y paso a Sicilia. La vida de Pablo está llena de incidentes, todos motivados por el anuncio del evangelio de Jesús, su Señor. La navegación en aquellos años era una auténtica aventura, yendo de puerto en puerto, esperando la bonanza del tiempo y recalando en los puertos más tranquilos cuando las tormentas amenazaban.
El barco de Pablo se ve en medio de una tempestad que le hace naufragar. Llegan a pensar que todo está perdido (Hch 27,13-44). Sin embargo, aparecen en una tierra extraña, a la que dan el nombre de «Malta».
Dos episodios recoge Hechos en esta isla: una serpiente pica a Pablo que, milagrosamente sobrevive a la picadura, provocando el estupor de los nativos; el segundo episodio tiene que ver con un hombre importante del lugar, de nombre Publio; Pablo cura a su padre que estaba enfermo, y a continuación a otros que piden su intervención sanadora (Hch 28,1-9). Según la narración, Pablo y sus acompañantes están en la isla tres meses (Hch 28,11).

Aprovechando que había invernado en la isla una nave alejandrina, Pablo sale de nuevo hacia Roma acompañado por sus carceleros. Es sabido que las naves hacían con frecuencia trayectos cortos, siempre que podían o que lo exigían las circunstancias.
El libro de los Hechos nos dice que llegaron a Siracusa, importante ciudad griega en la costa siciliana; de allí fueron a Regio y más tarde a Pozzuoli, de donde partieron definitivamente hasta Roma.
Pablo llega a la capital del Imperio. Allí da testimonio de Jesús y allí, según otras noticias y tradiciones, morirá decapitado en la persecución de Nerón (año 66-67 d.C.)

Malta y Sicilia en los viajes paulinos. Pudiera parecer que Malta y Sicilia no forman parte de los «viajes paulinos». No es así en absoluto. La isla de Malta conserva celosamente en la ciudad de Rabat, junto a Medina, una gruta donde se mantiene vivo el recuerdo de san Pablo. Allí, la cripta de la Iglesia conserva los restos de una casa romana que se atribuye a Publio. Una capilla horadada en la roca; una imagen del «apóstol de los gentiles»; documentos fotográficos que recuerdan la presencia del Papa Juan Pablo II como peregrino al lugar.
Un canto a san Pablo, «si me falta el amor, no me sirve de nada». Este es el recuerdo orográfico y el memorial religioso; pero junto a él, en la ciudad medieval de Medina son frecuentes los frisos e imágenes que nos recuerdan la presencia del apóstol de Cristo: en el dosel de la puerta principal de Medina, en la parte interior de la muralla, un bajorrelieve nos recuerda el episodio de la picadura de la serpiente a Pablo.
Aún más; podemos incluso localizar en un extremo de la isla, en su mayor parte con acantilados rocosos, el lugar donde pudo tener el naufragio, tal como nos lo detalla la narración de Hechos: «al ver una ensenada que tenía playa intentaron dirigir hacia allí la nave; pero al dar contra un banco de arena, la nave encalló» (Hch 27,39-41).

De ahí pasa a Sicilia. La primera ciudad que nombra es Siracusa. Al llegar a Siracusa, el peregrino encuentra los restos de una ciudad griega que en sus tiempos compitió con la misma Atenas. Un teatro para la representación de las tragedias, comedias y dramas; los restos de una cantera donde los esclavos sacaban día y noche material para las construcciones y que hoy se visita por la singularidad del lugar, que se conoce como «la Oreja de Dionisio»; un anfiteatro, los restos de un magnífico altar donde tenían lugar las «hecatombes» (esta palabra griega significa «sacrificio de cien [hekaton ] bueyes [boós], en un festival de sangre y fuego).
Pablo vio aquel mundo y Pablo habló de Cristo a aquellas gentes. Pablo no tenía miedo a los teatros y a las multitudes; ya se había enfrentado con ellas en Corinto, en Atenas, en Éfeso. Pablo hablaba griego (Hch 21,37), como las personas cultas del momento.

Dos islas preñadas de historia. El artículo podría continuar en otros muchos capítulos. Malta habla de Pablo y habla de la presencia de los Caballeros Hospitalarios de San Juan, Orden de Malta, que recalaron en la isla cuando fueron expulsados por los sarracenos de Tierra Santa. Quisieron permanecer cerca de la costa palestina a la espera de regresar, pero nunca lo hicieron. En cambio, fortalecieron la ciudad levantada entre dos puertos naturales, casi inexpugnables, para resistir el ataque turco y ser una avanzadilla de la cristiandad entre la costa italiana y las costas africanas y del Asia Menor, controladas por los otomanos.
Hoy «La Valletta» reclama un protagonismo que sin duda tiene por derecho propio; allí hay igualmente memoria de la Corona de Aragón que alcanzó notables cotas de poder.

Sicilia merece un capítulo aparte: templos griegos arcaicos de estilo dórico de belleza sublime (Agrigento; Seleunte; Segesta); mosaicos romanos «in situ» como no hay en otra parte del mediterráneo (Piazza Armerina); mosaicos bizantinos, solo superados por los de la corte de Constantinopla, en la Capilla Palatina y la catedral de Monreal en Palermo; el regusto parisino de la ciudad nueva de Catania; el barroco siciliano de la Iglesia del Gesù palermitana; el volcán Etna; la cálida, serena y colorida belleza de película de Cefalú.

Sicilia y Malta merecen un buen viaje, reposado, con los ojos abiertos y el corazón henchido.

Pedro Ignacio Fraile Yécora

La Valletta desde el barco
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