Esto escribía mi amigo Hilario Peña sobre Alepo:

Te advierto que el desasosiego y la pena me invaden al comenzar esta crónica. Alepo, ayer una de las ciudades más bellas de Siria. Hoy una ciudad devastada, con barrios reducidos a escombros.
Las imágenes que nos llegan son para llorar. Sobre todo, los que hemos tenido la suerte de pasear por sus calles llenas de luz y de sol, y subir a su Ciudadela, ejemplo de la cultura árabe. Desde allí la vista de la ciudad era espléndida y enternecedora.
Y todo por lo que, desde la cultura occidental , calificamos como «la primavera árabe».
Se le dio alas y cobertura, y la primavera degeneró en un invierno medieval. El integrismo musulmán lucha por el poder y los que no piensan como ellos están de más. Resultado, los cristianos tienen que huir.
Viajar a Siria, en general, era ir a un país totalmente seguro, aunque todo estuviese controlado. Se podía salir a la calle, de día y de noche, con toda libertad. Hoy no nos atreveríamos a hacerlo.

Algunos pueblos árabes se declararon en rebeldía y los pequeños atisbos de democracia que empezaban a surgir quedaron sofocados. Había estallado la revolución y al abrigo de la misma, se hicieron presentes grupos musulmanes integristas. Hoy conocemos el resultado.

De todas formas, quiero recordar los días de nuestro paso por Alepo. Un punto de encuentro importante teníamos en la mente: las ruinas del templo de San Simeón Estilita. Aquel día madrugamos para llegar los primeros. Íbamos a celebrar allí la Eucaristía, y no queríamos que el intenso ir y venir de turistas distrajesen nuestra celebración.
Justamente a la entrada del recinto cercado y protegido, encontramos un espacio recoleto y aparente. Ambientamos el lugar y dispusimos la celebración.
Nuestros cantos atrajeron a algunos turistas que pasaban, y se unieron a nosotros. Eran cristianos que agradecieron esa oportunidad de celebrar la Eucaristía y participar en ella.
Era fácil, en aquel ambiente, imaginar la fe de aquellos cristianos que construyeron el templo, grande y hermoso; que rezaron en él, y celebraron sus misas en él. Pero, sobre todo, era fácil imaginarse a San Simeón subido a la columna, como un campeón de la fe, como un testigo de Cristo que señalaba la senda del cielo desde la altura, pero si hacía falta bajaba de la columna y se ponía a servir a sus hermanos los hombres.

Terminada la Eucaristía, pasamos de la entrada al interior del Templo. Entre las ruinas y las columnas que sostuvieron el templo, muy cerca de lo que fue el presbiterio, estaba aún un trozo grande de lo que fue la columna a la que se subió San Simeón, el Estilita.

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